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Aparatos para escuchar música

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Aquí los tienes.

Mejores aparatos para escuchar música

  1. Barras de sonido
  2. Auriculares Bluetooth
  3. Gramófonos
  4. Tocadiscos
  5. Ipod Touch
  6. Mp3
  7. Altavoces Bluetooth
  8. Amplificadores de sonido

Historia de los aparatos para escuchar música

Fecha Evento
1857 Fonoautógrafo de Leon Scott de Martinville

El fonoautógrafo podía grabar, pero no podía reproducir sonidos. El diseño original del fonoautógrafo acabaría dando lugar al gramófono.

1877 Fonógrafo de Thomas Edison

El fonógrafo hizo posible la música grabada. Este dispositivo grababa sonidos, incluyendo voces humanas.

1887 Gramófono de Emile Berliner

Emile Berliner creó el gramófono, el primer dispositivo para reproducir un disco de música grabada, en 1887. El gramófono hizo accesible la música grabada, permitiendo los aparatos para escuchar música para casa.

1896 Gramófono a la venta

En 1896, el gramófono se lanzó al mercado bajo el nombre de Victrola, que reproducía discos de música grabada. Éste fue el primer reproductor de grabaciones disponible comercialmente.

1905 Inicio del estándar de 78 RPM

Se presentó el estándar de 78 RPM. Permitía a los compradores estar seguros de que sus grabaciones se podían reproducir correctamente en sus Victrolas. Siguió siendo el estándar hasta la introducción del LP en 1940.

1954 Primera radio de transistores

En 1954, la primera radio de transistores permitió a los oyentes llevarse la música con ellos, puesto que la radio ya era pequeña y portátil.

1962 Primer equipo estéreo portátil

El primer equipo estéreo integraba altavoces en un reproductor, permitiendo a la gente llevárselo allá donde fueran.

1963 Casete de audio

El casete de audio ofrecía música en un formato más pequeño y portátil que nunca antes. Los casetes de audio también permitieron las primeras cintas de recopilatorios. De esta manera, se extendieron aún más los aparatos para escuchar música para casa.

1965 Lanzamiento de la cinta de 8 pistas

El cartucho o cinta de 8 pistas llevó la música grabada a los coches mucho antes de que se integraran los reproductores de casete en los equipos estéreo de los vehículos.

1979 El Walkman

En 1979, Sony presentó el primer reproductor de música personal. El Walkman combinaba un reproductor de casetes de audio y los mejores auriculares Bluetooth calidad precio.

1983 El primer Compact Disc

El Compact Disc ofrecía grabaciones de mayor calidad y más durabilidad que un casete de audio. En 1984 estaban disponibles los reproductores de CD portátiles.

1998 Primer reproductor de MP3

El primer reproductor de MP3 que reproducía archivos fue lanzado en 1998. Permitía acabar con la necesidad de otro soporte para almacenar la música.

2001 Primer iPod de Apple

En 2001, Apple presentó su primer iPod, llevando el reproductor MP3 a las masas. El iPod Touch barato hizo que la música digital fuera considerablemente más popular, sentando las bases de los aparatos para escuchar música baratos de los que disfrutamos en la actualidad.

2007 iPod Touch

Apple lanzó el iPod Touch. El iPod Touch servía como reproductor de música, pero también ofrecía acceso a la App Store de Apple y permitía jugar a videojuegos, entre otras características.

Cómo ha afectado la manera con la que escuchamos música

Después de 36 años del Compact Disc, 17 de iTunes y diez de Spotify, la tecnología digital ha destruido a la vieja industria musical. Esto ha provocado numerosas reacciones por parte de los músicos, desde el revolucionario sistema de pagar lo que se quiera usado en 2007 por Radiohead en “In Rainbows” (o el lanzamiento por sorpresa de “A Moon Shaped Pool”), al concepto de “álbum visual” usado por Beyoncé en “Lemonade”.

Sin embargo, una vez que se calmaron las aguas y que el trauma inicial empezó a desaparecer, es posible mirar más allá de la tecnología y cuestionar sus efectos. Ahora que podemos tener acceso a toda la música en cualquier momento usando aparatos para escuchar música baratos, ¿accedemos realmente a ella? ¿La capacidad de elección nos libera o nos paraliza? ¿El poder se ha desplazado desde los productores a los consumidores?

En el libro “Every song ever”, el crítico de jazz y pop Ben Ratliff del New York Times intenta abordar de frente estas preguntas. El software de recomendación de los servicios de streaming como Spotify (la función “Puede que también te guste”) no genera más opciones, según dice, sino “una atrofia del deseo de buscar nuevas canciones por nosotros mismos, y una insensibilización del gusto”.

Su libro, con su subtítulo de estilo de manual (“Twenty ways to listen to music now”, es decir, “Veinte formas de escuchar música en la actualidad”) sugiere nuevas rutas por descubrir, evitando recurrir a los géneros y usando nuestra visión periférica en su lugar. Este autor asocia canciones por temas, como lentitud, ruido o tristeza, vinculando pistas de artistas tan distintos entre sí como (según lista en un capítulo) Duke Ellington, Kesha, Steve Reich y Ali Akbar Khan.

Es una gran idea, pero pronto se encuentra con un muro. Ratliff es un experto en John Coltrane, y la cantidad de sugerencias de lo que sería la sección de “Jazz y experimental” de acuerdo con el género (Bailey, Sunn O))), Merzbow, Nurse With Wound) resulta excesiva para la mayoría de los obsesos de la música, por no mencionar al lector generalista.

Además, su estilo de escritura es complicado. ¿Qué es la “inocencia ennoblecida” que oye en “Everybody Dance” de Chic? ¿De verdad la pianista Hildegard Kleeb toca “como una comensal que, sujetando un tenedor, rompe la superficie de una tarta mantecosa entendiéndolo como un lujo”?

Esto importaría menos si estuviera planteado como un libro de ensayos sobre temas musicales. Tratar los distintos usos del volumen elevado o encontrar conexiones entre Bing Crosby y The Fall es interesante, pero inútil, además de parecer falso.

Pasar de un artista a otro a través de conexiones en el sonido, influencias o estilo de interpretación (en otras palabras, el género) es seguramente una manera más realista de descubrir música.

Unir los puntos desde, digamos, los Rolling Stones hasta Howlin’ Wolf (o “ir a contracorriente”, como lo llama el guitarrista de jazz Marc Ribot) es más placentero y fructífero, además de ser un uso perfecto de esa “gramola celestial” que es Internet.

Ratliff tiene una respuesta a esta postura: tiene su origen, según escribe, en el “impulso de completar colecciones de música”, lo que llama “entender al revés la finalidad de la música” mediante “la ansiedad, el sentimentalismo, la obsesión y la identificación”.

Vale, pero esos cuatro nombres abstractos resultan muy útiles a la hora de definir la atracción de la música popular. Este autor cree que el género “es un constructo que tiene como finalidad el comercio, no el placer, y que acaba logrando que se escuche menos”. Sin embargo, cuando la mayoría de la gente escucha música popular, el contexto es casi tan importante como las notas que se tocan.

En su mundo, “Party in the USA” de Miley Cyrus es sobre “entrar en un espacio físico de grandes posibilidades y, entonces, una vez que se está dentro de este espacio físico, lograr un acceso psicológico a la música que te entusiasma…

Es una canción sobre escuchar: una de las mejores que se han hecho jamás”. Esto ensalza en exceso a la vez que no llega a representar adecuadamente una canción pop prácticamente irresistible sobre la experiencia de llegar a una fiesta. O lo que es, de hecho, un mejunje de funk y Europop hortera, habilidosamente adaptado a la narrativa de chica-buena-se-hace-mala propia de Miley.

En “The Song Machine”, una fascinante investigación de las técnicas modernas para hacer grandes éxitos, John Seabrook describe estas obras maestras de la era digital basadas en los grupos de sondeo y creadas para las masas dentro de su contexto como “productos de categoría industrial hechos para los centros comerciales, estadios, aeropuertos, casinos, gimnasios y los descansos de los eventos deportivos importantes.

Esta música me recuerda un poco al estallido de las burbujas de chicle de mis años de preadolescencia, pero con un sabor a vodka mezclado con éxtasis…”

La forma de escribir de Seabrook es tan elegante y veloz como un delfín, mezclando análisis, carácter e historia con la habilidad que cabría esperar de alguien que solía dedicarse a enseñar “narrativa de no-ficción”.

Casi que se mezclaba como los que piensan en comprar launchpad barato y mezclar así la música.

Su compendio de cuatro párrafos sobre cómo iTunes “destripó el margen de beneficios de las discográficas” es glorioso, al igual que su explicación sobre cómo el compositor sueco Max Martin (quien “eclipsa a todos los autores anteriores de grandes éxitos, incluyendo a los Beatles, Phil Spector y Michael Jackson”) inventó casi todo el pop actual cruzando las corrientes de sonidos “negros” y “blancos”.

También es magnífico su entendimiento del poder de las personalidades, desde el sueco Denniz PoP (cuyo desvergonzado amor por Def Leppard y el reggae demostraron ser cruciales) a Lou “Big Poppa” Pearlman (quien creó las exitosas bandas de chicos Backstreet Boys y *NSYNC como parte de un elaborado fraude empresarial) y Rihanna (a quien llama el primer “icono digital”, capaz de generar con una sola pista tanto dinero como con los discos de antaño).

Seabrook describe cómo, mediante un análisis profundo de los hábitos de audición y el uso de técnicas de composición digitales, la música pop se convirtió en una herramienta de precisión que creó su propia versión de los súper-ricos, con “el 77 por ciento de los beneficios del negocio musical acumulados por el 1 por ciento de los artistas”.

Sin embargo, es imparcial, viendo siempre el genio creativo en el cinismo de los grupos de sondeo. Ahora bien, no hay duda de que la historia que cuenta trata, como en el caso de Ratliff, de hacer cada vez más estrecha la plantilla.

Guy Zapoleon le habla sobre su técnica de predicción de éxitos, desarrollada después de un estudio que mostró que los oyentes tienen que escuchar una canción tres veces antes de poder decir si les gusta. “La solución de Zapoleon era replicar esta regla de las tres veces en un remix de dos minutos”.

En Corea del Sur, la música pop nacional, conocida como K-pop, está controlada hasta el nivel de los gestos de los cantantes en un proceso que el magnate Lee Soo-man llama “tecnología cultural”.

Uno se puede imaginar que el karaoke barato tira mucho en estos países de Asia. Teniendo en cuenta que fue inventado en Japón.

Mientras tanto, el autor de éxitos estadounidense Dr Luke se especializa en canciones que suenan de forma angustiosamente parecida a otros éxitos recientes pero que son lo bastante distintos como para evitar los problemas legales.

La narración del libro acaba volviendo a Suecia. Seabrook dice: “a la hora de permitir la cultura de las listas de reproducción característica de Spotify, [su cofundador Daniel] Ek ha contribuido tanto como su compatriota Max Martin a echar por tierra los géneros tradicionales como el rhythm and blues, el rock, el hip-hop y el pop”.

Pese a ello, escribe, el acceso que tiene mediante las redes sociales a tus hábitos, tus gustos y tu situación sentimental plantea la pregunta, “¿tú eliges la música o la música te elige a ti?”

Ésta es en buena medida la preocupación de “21st-Century Perspectives on Music, Technology and Culture”, una colección de ensayos realizados por académicos de música y literatura.

En la introducción, los editores escriben “las máquinas y ecuaciones impersonales están haciendo lo que los amigos, los conocidos, los DJs y los dueños de las tiendas de discos hacían en su día: recomendarnos música que escuchar…

Pero al contrario que una partitura, un LP de vinilo o una cinta de casete, estos nuevos objetos musicales también nos escuchan activamente a nosotros”.

Puede que obstaculizados por la necesidad académica de ver evidencias frente a la libertad para generalizar que tienen los periodistas, los autores proporcionan conocimientos intrigantes pero nunca llegan a postular una teoría completa. Jeffrey Roessner señala que, a pesar de las vastas bibliotecas de iTunes y Spotify, configuramos nuestros iPods y teléfonos para reproducir de forma aleatoria: “parece que todavía anhelamos la espontaneidad y la sorpresa”.

Richard Randall observa que los servicios de streaming online imitan la atmósfera de un club privado de música en cuanto a la libertad para conocer cosas nuevas, pero en realidad son totalmente públicos y, como estos servicios usan nuestros datos para conseguir anunciantes, nosotros estamos “trabajando” tanto como ellos, por lo que los servicios de streaming no se proporcionan de forma realmente gratuita.

En la mayoría de los escritos subyace una resistencia a lo digital. El ensayo de Kieran Curran sobre una subcultura que prefiere los casetes considera que el hecho de que sus participantes centren su testimonial interés en un formato muerto se debe a “una sensación de demasiada elección” desde la llegada de Internet.

Uno de los participantes, el escritor y músico David Keenan, le dijo “parte de la diversión de los casetes era el esfuerzo que debías dedicar a recopilar conocimiento, era algo que requería preparación. Sin embargo, buscar algo en Google y leer un artículo de la Wikipedia no te hace un experto, y carece de un efecto de preparación”.

Esto recuerda a un fragmento de “Every song ever”. Ratliff observa a un chico en un autobús que está escuchando una canción con su teléfono y destaca su poder sobre la música porque “puede elegir esa canción o dejarla, ya que hay un millón más como esa”.

A partir de esto, Ratcliff extrapola: “puede abandonar los estilos de música con los que ha crecido y adentrarse en otros que todavía le son desconocidos y a los que tiene un acceso completo concedido por el acto de escuchar”. Todo esto es verdad, pero no es nada nuevo.

El chico siempre pudo hacer eso, de haber tenido el deseo y la voluntad. Lo que pasa es que, hoy en día, la música es simplemente más barata y fácil de acceder.

El factor decisivo (o puede que “sentimental”), es el que un ejecutivo de una discográfica estadounidense le señaló a John Seabrook en un concierto de K-pop: la conexión entre el artista y el fan es “la esencia de la música pop”.

Eso es lo que nos mueve a la mayoría de nosotros a descubrir más, y a lo que contribuye la masificación de los aparatos para escuchar música para casa que ha permitido la revolución digital.

”Digital signatures” es un análisis de los cambios artísticos provocados por la tecnología digital en la elaboración de música que está escrito por dos musicólogos de la Universidad de Oslo.

Llegaron a la conclusión de que dicha tecnología ha creado posibilidades innovadoras, en particular la capacidad de corregir errores y empezar de nuevo, “estimulando el proceso creativo e incentivando una mentalidad generalmente más experimental”.

Sin embargo, en gran medida, la revolución digital simplemente ha permitido que los músicos hagan las cosas que ya hacían, pero de forma más fácil y rápida. Puede que, si miramos más allá de la cuestión del dinero o la tecnología, eso sea también lo que ha permitido para los oyentes.